Maniquíes
- Andres Chinchilla
- 14 abr 2016
- 2 Min. de lectura
Silbaba. Cosía.
Había adoptado esa rutina. Se le había pegado a la costumbre. Silbaba. Cosía. Tenía las manos húmedas y manchadas. Sentía la cálida sangre tocando su piel. Notaba también, el poco calor que quedaba en el cuerpo. Silbaba. Cosía. Introdujo la gruesa aguja por la comisura superior, para después sacarla clavándola en la comisura inferior. Tirando con fuerza y sutileza juntó los labios. Cortó el hilo, salpicando un poco, y apartó los utensilios a una pequeña mesa situada al lado del sofá. Se levantó con el infantil cuerpo entre los brazos. Recorrió la sala hasta llegar a su mesa de trabajo. Se trataba de una mesa de basta madera con los cortes y las astillas que los años le habían dibujado. Posó sobre ella el proyecto que tan cuidadosamente estaba llevando a cabo: una joven criatura llamada Juan. O al menos así le llamaban en el orfanato. Sacó la cuchara heladera del cajón de utensilios. Aquella cuchara era nueva, la había comprado hace dos días. Esperaba que la compra no hubiera sido un desperdicio, porque ya se le habían roto varias anteriormente. Introdujo cuidadosamente la herramienta en el ojo. Movió con igual suavidad la muñeca, intentando destrozar el globo ocular lo menos posible; le darían una buena pasta por ellos. Tiró sin prisa hasta que salió con un pequeño impulso. La cuchara se había manchado de sangre. Menuda guarrería estoy montando, pensó. Lo dejó en un plato que había en la mesa y prosiguió con el otro ojo. Le dio algunos problemas más, pero al final ambos terminaron el el plato. Volvió al sofá a por la aguja y el hilo. No podía dejar aquello abierto, no se ajustaba a su pedido. De hecho, lo hizo tan rápido que el pequeño prácticamente no sangró. El siguiente paso era arrancarle todo el esqueleto. Aquello era un trabajo que tardaba mucho en hacerse. Puso sedante varias veces a Juan dado a que algunas veces reaccionaba. La parte que más le costó fue la columna vertebral. Tres días se paso tan sólo en la columna. Al ponerle el nuevo esqueleto (totalmente de metal) con las articulaciones especiales, finalizó su trabajo.
Silvaba. Cosía.
Silvaba pensando en qué haría el cliente con su nuevo maniquí. ¿Lo usaría como juguete sexual? Conocía a varias personas que le encargaban maniquíes para ello. ¿Lo expondría en su tienda junto con los demás maniquíes? Tenía entendido que había hecho ciento de atuendos para famosas películas de terror. Y que era especialista en ello. Cosia. Cosía mientras silvaba. Dio un último pinchazo y despertó a Juan. Sería divertido ver qué hacía. No tenía ojos. No podia hablar. No se podía mover dado a que le había quemado cuidadosamente todos los nervios. Lo único que podía hacer era gemir. Esa era la parte más divertida de todas, que gimieran. Nunca había escuchado gemir de terror a alguien tan joven. A alguien con diez años. Su trabajo era entretenido tan sólo por eso mismo, porque sus productos estaban vivos. Estaban vivos y pensaban. Pensaban hasta la muerte.
Andres Chinchilla

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