La maldición de Tutankamon
- Andy Vaam
- 17 dic 2015
- 4 Min. de lectura

En una vieja casa de Hampshiere, en Inglaterra, un viejo perro comenzó a aullar de manera desconsolada, en medio de la noche. El llanto estruendoso parecía no tener fin. Su familia intentó calmarlo como pudo, pero todo fue inútil, el desdichado animal, luego de varias horas de llanto incontrolable, calló muerto. Lo más extraño es que, cuando todo esto ocurrió, su dueño, Lord Carnarvon, se hallaba a miles de kilomentros de su casa, en una habitación del hotel Continental, de El Cairo, al igual que su mascota, él también estaba recostado, agonizando, a punto de morir. La maldición del rey niño, el faraón Tutankamon, se cobraba a sus dos primeras víctimas, a las que seguirían muchas más.

La maldición faraónica era algo que lord Carnarvon conocía bien; el aristócrata era un entusiasta egiptólogo. Estaba encargado del descubrimiento más asombroso de la historia de Egipto, era él, el responsable de desmantelar la tumba del niño rey. Sin embargo, numerosas historias se contaban en los alrededores de la capital egipcia, y el país entero temía por lo que podría llegar a suceder. Lord Carnarvon recibió una misteriosa advertencia, formulada por un célebre místico de aquella época, el conde Hamon. Su mensaje decía: "Lord Carnarvon. No entre en tumba. Peligroso desobedecer. Si ignora advertencia enfermará sin recuperación. La muerte lo reclamará en Egipto."
A pesar de todo, las riquezas que se esperaba recaudar de la gran tumba de Tutankamon era tal, que Lord Carnarvon siguió adelante con la expedición. Con ella se hacía realidad la ambición que lo habla absorbido durante toda su vida. ¿Valió la vida semejante descubrimiento?
El 17 de febrero de 1923, el sueño se hizo realidad. Carnarvon y su equipo se abrieron camino hasta la cámara funeraria del rey niño egipcio. En ella se encontraron tesoros que ni siquiera hubieran sido soñados: oro, piedras y gemas preciosas, así como el ataúd de oro macizo que contenía el cuerno momificado de Tutankamon. Sobre la tumba había una inscripción, que les heló la sangre a quienes pudieron traducirla. Ella rezaba: "La muerte llegará a los que perturben el sueño de los faraones".
Dos meses más tarde, el ya famoso lord Carnarvon despertó en su habitación del hotel Continental y dijo: "Me siento muy mal." Cuando su hijo acudió verlo, Carnarvon estaba inconsciente. Murió esa misma noche. El muchacho rememoró esa noche con una extraña afirmación: "las luces se apagaron en toda la ciudad de El Cairo; encendimos velas y rezamos".

Poco tiempo después se produjo otra muerte en el hotel Continental. El arqueólogo norteamericano Arthur Mace (uno de los miembros más destacados de la expedición Carnarvon) comenzó a quejarse de cansancio y súbitamente entró en coma; murió antes de que los médicos pudieran diagnosticar el mal que padecía.
Los egiptólogos comenzaron a morir uno tras otro. Un íntimo amigo de lord Carnarvon, George Gould, viajó precipitadamente a Egipto tan pronto como se enteró de la muerte del aristócrata inglés. Gould visitó la tumba del faraón y al día siguiente sufrió un colapso, caracterizado por la fiebre alta. Murió doce horas más tarde.
El radiólogo Archibald Reid, que examinó con rayos X el cuerpo de Tutankamon, fue enviado a su casa, en Inglaterra, apenas comenzó a quejarse de agotamiento. Murió poco después.
Richard Eethell, que durante la expedición actuó como secretario personal de Carnarvon, fue encontrado muerto en la cama, víctima de un ataque cardíaco.
El industrial británico Joel Wool fue uno de los primeros invitados oficiales, ver la tumba del faraón; murió poco después, víctima de una misteriosa, fiebre.
En un lapso de seis años (los que duró la excavación de la tumba d, Tutankamon), murieron doce de los arqueólogos presentes en el momento del descubrimiento. Y, al cabo de siete años, sólo dos de los miembros del equipo original de excavadores estaban aún con vida. No menos de otras veintidós personas vinculadas a la expedición murieron de manera prematura.
El hermanastro del aristócrata arqueólogo se suicidó, aparentemente en medio de una crisis de locura súbita.
Adamson, que habla actuado como guardia de seguridad de loo Carnarvon, explicó a los telespectadores: "No creo y no he creído en ese mito, ni por un solo momento." Más tarde, cuando abandonaba los estudios de tele visión, el taxi que lo llevaba chocó; Adamson fue arrojado sobre la carretera un camión, que giraba en ese momento, estuvo a escasos centímetros de aplastarle la cabeza.
Era la tercera vez que Adamson hablaba en público para desmentir la leyenda faraónica. La primera en que explicó francamente su incredulidad, su mujer murió veinticuatro horas más tarde. La segunda vez, su hijo se fracturó la columna vertebral en un accidente de aviación.
Después de su choque en la carretera, Adamson, que se restablecía de su” heridas craneales en un hospital, confesó: "Hasta ahora me he negado a creer que mis desgracias familiares tuvieron algo que ver con la maldición de lo” faraones. Pero ya no me siento tan seguro. [if !supportLineBreakNewLine] [endif]

El temor a la maldición de los faraones volvió a surgir en 1972, mientras la máscara de oro de Tutankamon era embalada antes de viajar a Londres, donde había de ser exhibida en el Museo Británico. El hombre que tenía a su cargo la operación del traslado era el doctor Gamal Mehrez, decía: "Yo, más que ninguna otra persona en el mundo, he estado en contacto con las tumbas y las momias de los faraones; sin embargo, todavía estoy vivo. Soy la prueba viviente de que todas las tragedias vinculadas con los faraones han sido una simple coincidencia. Por el momento, al menos, no creo en la maldición."
El doctor Mehrez estaba en el Museo de El Cairo, organizando los último detalles de la mudanza, el día que los exportadores llegaron para instalar la inapreciable carga en los camiones. Esa tarde, después Mehrez murió. Tenía 52 años; las causas de su muerte fueron atribuidas a un colapso circulatorio.
Imperturbables, los organizadores de la exposición continuaron con los preparativos. Un avión del Comando de Transportes de la Real Fuerza Aérea, destinado a la tarea de llevar las reliquias a Gran Bretaña. En los cinco año que siguieron al día del vuelo, seis miembros de la tripulación de la aeronave fueron víctimas del infortunio o fueron visitados por la muerte.
¿Pueden, tantos hechos, ser obras de la casualidad? En realidad, lo dudo mucho. Hoy, la maldición de Tutankamon, es una de las leyendas urbanas más famosas del mundo y, todavía existen personas que temen acercarse a la tumba.

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