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¡Bienvenido

Al Horror!

1408 (Segunda parte: Final)

  • Stephen King
  • 10 dic 2015
  • 29 Min. de lectura

Primera parte: Aqui.

El objeto más interesante que quedó tras la breve estancia de Michael Enslin en la habitación 1408, de unos setenta minutos de duración, fueron los once minutos de cinta grabados en su minigrabadora, que resultó un poco chamuscada, pero no destruida, ni mucho menos. Lo más fascinante de la narración era que había muy poca narración y que cada vez se tornaba más extraña.


La minigrabadora era un regalo que su ex mujer, con quien aún se llevaba bien, le había hecho cinco años antes. En su primera «expedición» (la granja Rilsby, en Kansas), había decidido llevarla en el último momento, junto con cinco blocs de notas amarillos y un estuche de cuero lleno de lápices afilados. Tres libros más tarde, al llegar a la puerta de la habitación 1408, solo llevaba un bolígrafo, un cuaderno y cinco cintas vírgenes de noventa minutos además de la que había insertado en el aparato antes de salir de casa.


Había descubierto que la narración le resultaba más útil que tomar notas; de ese modo podía incluir anécdotas, algunas de ellas geniales, a medida que sucedían. Era el caso de los murciélagos que se habían abatido sobre él en el torreón presuntamente embrujado del castillo Gartsby. Había gritado como una nena en su primera visita al pasaje del terror. Los amigos que escuchaban la historia siempre se reían.


Asimismo, la minigrabadora era más práctica que las notas escritas, sobre todo cuando estabas en un gélido cementerio de New Brunswick y la lluvia y el viento te desmontaban la tienda a las tres de la madrugada. En tales circunstancias no podías tomar notas como Dios manda, pero sí hablar... que fue lo que hizo Mike, seguir hablando mientras pugnaba por liberarse de la lona mojada de la tienda, sin perder de vista ni por un instante el reconfortante ojo rojo de la máquina. A medida que pasaban los años y se sucedían las «expediciones», la minigrabadora se había convertido en su amiga. Nunca había grabado un informe de primera mano de un acontecimiento sobrenatural en la finísima cinta que se enrollaba a sus bobinas, y eso incluía sus entrecortados comentarios en la 1408, pero a decir verdad, no sorprendía que profesara tanto afecto al aparatito. Los camioneros de larga distancia llegaban a amar sus radios; los escritores mimaban un bolígrafo en particular o una vieja máquina de escribir; las mujeres de la limpieza profesionales detestaban desprenderse de su vieja Electrolux. Mike nunca había tenido que enfrentarse a un fantasma ni a un episodio psicocinético armado solo con la minigrabadora, su versión personal de la cruz y el ajo, pero le había hecho compañía durante muchas noches frías e incómodas. Era un hombre testarudo, pero no inhumano.

Sus problemas con la 1408 empezaron aun antes de entrar en ella.

La puerta estaba torcida.

No mucho, pero estaba torcida, ligerísimamente ladeada a la izquierda. En el primer momento le recordó a esas películas de terror en las que el director pretendía transmitir la inquietud de uno de sus personajes inclinando la cámara en las tomas de perspectiva. A esa asociación siguió otra, el aspecto de las puertas cuando estás en un barco y había mar gruesa. Se balanceaban adelante y atrás, a derecha e izquierda, cloc cloc, hasta que acababas por sucumbir a las náuseas. No es que él sintiera náuseas, qué va, pero...

Bueno, sí, un poco.

Y estaría dispuesto a admitirlo, aunque solo fuera por la insinuación de Olin de que su actitud le impedía ser justo en el sin duda subjetivo campo del periodismo de terror.

Mike se agachó, consciente de que la sensación de estómago revuelto desaparecía en cuanto dejó de mirar la puerta torcida, abrió la cremallera de la bolsa de viaje y sacó la minigrabadora. Al erguirse pulsó el botón de grabación, vio cómo se encendía el ojo rojo y abrió la boca para decir: «La puerta de la habitación 1408 nos da una bienvenida única; parece estar torcida, ligeramente ladeada hacia la izquierda».

Solo llegó a decir «La puerta». Si uno escucha la cinta, distingue ambas palabras con claridad, «La puerta», y luego el clic del botón de parada. Porque la puerta no estaba torcida, sino totalmente recta. Mike se volvió para mirar la puerta de la 1409, situada enfrente, antes de examinar de nuevo la de la 1408. Eran idénticas, blancas con placas doradas para el número y picaportes también dorados. Y totalmente rectas.

Mike se agachó otra vez, recogió la maletita con la mano en que sujetaba la minigrabadora, acercó la llave, que llevaba en la otra mano, a la cerradura, y volvió a detenerse.

La puerta estaba torcida de nuevo.

Esta vez hacia la derecha.

—Esto es absurdo —murmuró Mike.

Pero aquella leve náusea volvía a reptarle por el estómago. No era como un mareo; era un mareo. Había realizado la travesía a Inglaterra en el Queen Elizabeth II hacía un par de años, y una de las noches había sido tremenda. Lo que Mike recordaba con mayor claridad era estar tendido en la cama del camarote, siempre a punto de vomitar pero sin ser capaz de hacerlo. Y el hecho de que aquella sensación de vértigo y mareo empeoraba si mirabas hacia la puerta... una mesa... una silla... y todo se balanceaba... a derecha e izquierda... cloc cloc...

«Es culpa de Olin —pensó—. Esto es exactamente lo que quiere. Ha conseguido ponerte los nervios de punta, colega. Te ha tendido una trampa. Madre mía, cómo se reiría si te viera ahora...»

La idea se interrumpió en seco cuando Mike comprendió que, con toda probabilidad, Olin podía verlo. Miró atrás, hacia el ascensor, apenas consciente de que la leve náusea desaparecía en cuanto dejó de mirar la puerta. Encima y a la izquierda de los ascensores vio lo que esperaba, una cámara de circuito cerrado. Tal vez uno de los detectives del hotel lo estuviera observando en ese momento, y Mike apostaba algo a que Olin estaba con él y a que ambos se estarían partiendo el pecho. «Eso lo enseñará a no venir haciendo el fantasma con su abogado», diría Olin. «Mírelo —respondería el de seguridad sin dejar de reír—. Está más blanco que un espectro, y eso que todavía no ha metido la llave en la cerradura. ¡Lo ha pillado, jefe! ¡Tocado y hundido!»

«Y una mierda —pensó Mike—. Pasé la noche en la casa de los Rilsby, dormí en la habitación donde habían sido asesinados al menos dos de ellos, y dormí bien, sí señor, se lo crea o no. Pasé una noche junto a la tumba de Jeffrey Dahmer y otra a dos lápidas de la de H. P. Lovecraft. Me cepillé los dientes junto a la bañera donde se supone que sir David Smythe ahogó a sus dos esposas. Hace mucho tiempo que los cuentos de miedo no me asustan, así que tampoco usted conseguirá asustarme.»

Volvió a mirar la puerta, que había regresado a su posición original. Lanzó un gruñido, introdujo la llave en la cerradura y la hizo girar. La puerta se abrió, y Mike cruzó el umbral. La puerta no se cerró lentamente a su espalda mientras buscaba a tientas el interruptor de la luz, sumiéndolo en las tinieblas, además de que las luces del bloque de enfrente iluminaban la estancia. Encontró el interruptor, y cuando lo pulsó, la luz del techo, encerrada en una colección de ornamentos colgantes de cristal, se encendió, al igual que la lámpara de pie situada junto al escritorio, en el otro extremo de la habitación.

La ventana se encontraba sobre el escritorio, de modo que alguien que se sentara ante él a escribir podía interrumpir su trabajo y asomarse para contemplar la calle Sesenta y uno... o saltar a la calle Sesenta y uno, si le daba la vena. Salvo que...

Mike dejó la bolsa de viaje junto a la puerta, cerró esta y pulsó de nuevo el botón de grabación. La lucecita roja se encendió.

—Según Olin, seis personas han saltado por la ventana que estoy mirando —dijo—, pero yo no tengo intención de precipitarme desde el piso 14... perdón, desde el piso 13 del hotel Dolphin. En la parte exterior hay una rejilla de hierro o acero. Más vale prevenir que curar. La 1408 es lo que podría denominarse una suite. La estancia donde me encuentro tiene dos sillas, un sofá, un escritorio, un armario que seguramente contiene el televisor y tal vez un minibar. La moqueta es anodina, nada que ver con la del despacho de Olin. Lo mismo puede decirse del papel pintado. Es... un momento...

En ese momento, el oyente escucha otro clic al pulsar Mike el botón de parada. Toda la narración posee la misma cualidad entrecortada, tan distinta de las alrededor de ciento cincuenta cintas que obran en poder de su agente literario. Además, su voz se torna cada vez más distraída; no es la voz de un hombre haciendo su trabajo, sino de una persona perpleja que empieza a hablar sola sin darse cuenta. La naturaleza elíptica de la cinta y la creciente distracción verbal se combinan de un modo que inquieta a casi todos los oyentes. Muchos piden no escuchar la grabación hasta el final. Las palabras escritas sobre papel no logran transmitir con fidelidad la convicción creciente de que uno está escuchando a un hombre perder, si no el juicio, sí el contacto con la realidad convencional, pero incluso las meras palabras sugieren que algo estaba sucediendo.

Lo que Mike advirtió en aquel momento fueron los cuadros de las paredes. Había tres. Una dama vestida a la moda de los años veinte de pie en una escalera, un velero pintado al estilo de Currier & Ives y un bodegón con frutas, manzanas, naranjas y plátanos pintados en un desagradable matiz amarillo anaranjado. Las tres pinturas estaban enmarcadas en cristal y torcidas. Mike estuvo a punto de mencionar ese detalle en la grabación, pero... ¿qué tenían de peculiar tres cuadros ladeados? Que una puerta estuviera torcida, vale, eso sí tenía cierto encanto a lo gabinete del doctor Caligari. Pero la puerta no estaba torcida; eran sus ojos los que le habían jugado una mala pasada.

La mujer de la escalera se inclinaba hacia la izquierda, al igual que el velero, que mostraba a unos marineros británicos con pantalones acampanados asomados a la baranda para contemplar un banco de peces voladores. La fruta naranja amarillenta, que a Mike le dio la impresión de haber sido pintada a la luz de un sol ecuatorial sofocante, un sol de desierto de Paul Bowles, se inclinaba hacia la derecha. Aunque por lo general no era puntilloso, recorrió la habitación para enderezarlos. Verlos torcidos le produjo de nuevo cierto mareo, lo que no le extrañó. Uno se volvía susceptible a esa sensación, lo había descubierto en el Queen Elizabeth II. Le habían contado que si uno perseveraba para superar ese período de susceptibilidad acentuada, por lo general se adaptaba... se acostumbraba al vaivén del barco, como solía decirse. Mike no había navegado lo suficiente para acostumbrarse ni pensaba hacerlo. Se conformaba con estar acostumbrado a la firmeza de la tierra, y si enderezar los tres cuadros de la anodina salita de la habitación 1408 le calmaba el estómago, mejor para él.

El cristal de los marcos estaba polvoriento. Deslizó dos dedos por el bodegón, dejando dos líneas paralelas. Era un polvo grasiento, resbaladizo. Como la seda justo antes de pudrirse, fue lo que se le ocurrió, pero no tenía intención de grabar eso en la cinta. ¿Cómo iba él a saber qué tacto tenía la seda justo antes de pudrirse? Era una idea de borracho.

Una vez enderezados los cuadros, retrocedió y los observó uno a uno. La mujer vestida de fiesta junto a la puerta que conducía al dormitorio; el navío surcando uno de los siete mares a la izquierda del escritorio; y por último, aquellas frutas repugnantes y mal pintadas al lado del armario del televisor. Parte de él esperaba que se hubieran vuelto a torcer o que se torcieran mientras los miraba, porque eso era lo que sucedía en películas como House on Haunted Hill y en los episodios antiguos de La dimensión desconocida, pero seguían rectos, tal como los había colocado. Claro que tampoco le habría parecido sobrenatural ni paranormal que se torcieran, porque sabía por experiencia que la reversión formaba parte de la naturaleza de los objetos. La gente que dejaba de fumar (se tocó el cigarrillo que llevaba tras la oreja sin darse cuenta) tenía ganas de seguir fumando, y los cuadros que estaban torcidos desde que Nixon era presidente tenían ganas de seguir estando torcidos. «Y llevan aquí mucho tiempo, de eso no cabe duda —pensó Mike—. Si los descolgara de la pared, vería una zona más clara en la pared. O quizá saldrían insectos, como cuando levantas una piedra.»

Aquella idea era repugnante, aterradora, y fue seguida de la vívida imagen de unos bichos blancos y ciegos supurando del papel pintado pálido y hasta entonces protegido como pus viviente.

Mike levantó la minigrabadora, pulsó el botón de grabación y continuó.

—Desde luego, Olin ha desencadenado en mi cabeza todo un hilo de pensamientos... o más bien una cadena. Estaba empeñado en meterme el miedo en el cuerpo y lo ha conseguido. No pretendo...

¿Qué era lo que no pretendía? ¿Ser racista? Eso era absurdo, estaba confundiendo el tocino con la velocidad, el tocino no es kosher, qué tontería, no sabía por qué se le había ocurrido...

En ese momento, con voz clara y articulada a la perfección, Mike Enslin dice:

—Tengo que dominarme ahora mismo.

Y a ello sigue el clic del botón de parada.

Cerró los ojos y respiró hondo cuatro veces, aguantando cada vez la respiración durante cinco segundos antes de exhalar el aire. Nunca le había pasado nada semejante en las casas presuntamente encantadas, los cementerios presuntamente encantados ni los castillos presuntamente encantados. No era así como él imaginaba un lugar encantado. Más bien se sentía como si se hubiera metido drogas de bajísima calidad.

«Es culpa de Olin. Olin te ha hipnotizado, pero te vas a dominar. Vas a pasar la noche en esta habitación, y no solo porque es el mejor sitio que has visto en tu vida (dejando a un lado a Olin, estás a punto de conseguir la mejor historia de fantasmas de la década), sino sobre todo porque no permitirás que Olin te venza. Ni él ni su estúpida historia sobre las treinta personas que murieron aquí van a poder contigo. De las paridas ya te encargas tú, así que respira... inspira... espira. Inspira... espira. Inspira... espira.»

Continuó así durante unos noventa segundos y al abrir los ojos se encontraba bien. Los cuadros de la pared seguían rectos. Las fruta del bodegón seguían siendo de color naranja amarillento y más feas que nunca. Fruta del desierto, seguro. Si le hincabas el diente, sin duda te entraba una diarrea de órdago.

Pulsó el botón de grabación. El ojo rojo se encendió.

—He sentido un poco de vértigo —dijo mientras atravesaba la habitación hasta el escritorio y la ventana con su rejilla protectora—. Puede que sea la resaca del machaque de Olin, pero casi me ha parecido notar una presencia. —No sentía nada, pero una vez grabadas esas palabras en la cinta, podía escribir lo que le viniera en gana—. El aire está un poco enrarecido. No mohoso ni maloliente. Olin dice que airean la habitación en cada repaso, pero los repasos son rápidos y... sí, está enrarecido. Vaya, mira esto.

Sobre el escritorio había un cenicero, uno de esos pequeños de cristal que se ven en todos los hoteles del mundo. Contenía un sobre de cerillas sobre el que se veía una imagen del hotel Dolphin. En la puerta se veía a un sonriente portero ataviado con un uniforme anticuado, de esos con hombreras doradas de flecos y una gorra que habría encajado a la perfección en un bar de homosexuales, concretamente en la cabeza de un motero ataviado solo con un par de anillos vibradores de pene. Por la Quinta Avenida pasaban coches de otra época, Packards, Hudsons, Studebakers y Chryslers New Yorker con fisonomía de tiburón.

—Las cerillas del cenicero tienen aspecto de ser de 1955 más o menos —grabó Mike al tiempo que se las guardaba en el bolsillo de su camisa hawaiana de la suerte—. Me las quedo como recuerdo. Y ahora ha llegado el momento de respirar un poco de aire fresco.

Se oye un golpe cuando deja la minigrabadora, con toda probabilidad sobre el escritorio. Luego un silencio seguido de sonidos vagos y un par de gruñidos. A continuación otro silencio y por fin un chirrido.

—Lo conseguí —dice un poco apartado del micrófono—. Lo conseguí —repite en voz más alta—. La mitad inferior no quiere abrirse... es como si estuviera clavada... pero la mitad superior se ha abierto bien. Oigo el tráfico de la Quinta Avenida, y los cláxones me tranquilizan. Alguien toca el saxo, quizá delante del Plaza, que está en la acera de enfrente, a unas dos manzanas al sur. Me recuerda a mi hermano.

Mike se detuvo en seco y se quedó mirando el ojo rojo, que parecía mirarlo con expresión acusadora. ¿Su hermano? Su hermano estaba muerto, otro soldado caído en las guerras del tabaco. Pero enseguida se calmó. ¿Y qué? Él libraba las guerras de los fantasmas, de las que Michael Enslin siempre salía victorioso, mientras que Donald Enslin...

—En realidad, mi hermano fue devorado por los lobos un invierno en la autopista de Connecticut —exclamó con una carcajada antes de pulsar de nuevo el botón de parada. La cinta contiene más texto, un poco más, pero esa es la última frase coherente... es decir, la última frase a la que puede adscribirse un significado claro.

Mike giró sobre sus talones y contempló los cuadros. Seguían colgados muy rectos, como buenos cuadros. Pero esa naturaleza muerta... ¡joder, qué fea era! Pulsó el botón de grabación y pronunció dos palabras, «naranjas humeantes». Luego apagó de nuevo la minigrabadora y cruzó la estancia hasta la puerta del dormitorio. Se detuvo junto a la dama ataviada con traje de noche y sumergió la mano en la oscuridad, buscando a tientas el interruptor de la luz. Por un instante fugaz percibió algo (como piel muerta) raro en el papel pintado contra la palma de la mano antes de que sus dedos rozaran el interruptor. El dormitorio quedó bañado en la luz amarilla procedente de otro de esos apliques de techo sepultados entre chucherías de vidrio colgantes. La cama era de matrimonio y aparecía oculta por una colcha de color amarillo anaranjado.

—¿Por qué oculta? —preguntó Mike a la minigrabadora antes de detenerla.

Entró en el dormitorio, fascinado por el desierto humeante de la colcha, por las protuberancias tumorosas de las almohadas colocadas debajo. ¿Dormir allí? ¡Ni hablar del peluquín! Sería como dormir dentro de esa maldita naturaleza muerta, como dormir en esa espantosa habitación a la Paul Bowles que no llega a verse bien, una habitación para ingleses lunáticos expatriados y ciegos a causa de la sífilis, sorprendiendo mientras se tiraban a sus madres en una versión cinematográfica protagonizada por Laurence Harvey o Jeremy Irons, en fin, uno de esos actores a los que asociamos automáticamente a actos antinaturales...

Mike pulsó el botón de grabación y al ver el ojo rojo exclamó:

—¡Orfeo en el círculo de Orfeo!

Tras detener la grabadora se acercó a la cama. La colcha relucía con su brillo amarillo anaranjado. El papel pintado, tal vez color crema a la luz del día, reflejaba el matiz del cobertor. A cada lado del lecho había una pequeña mesilla de noche. Sobre una de ellas se encontraba el teléfono, un aparato negro, voluminoso y con dial. Los orificios para los dedos parecían ojos blancos abiertos con expresión sorprendida. Sobre la otra mesilla había un platillo con una ciruela.

—No es una ciruela de verdad; es de plástico —comentó Mike a la grabadora.

Sobre la cama yacía la carta del servicio de habitaciones. Mike avanzó a lo largo de la cama, procurando no tocar ni esta ni la pared, y cogió la carta. Intentó no tocar tampoco el cobertor, pero las yemas de sus dedos lo rozaron, arrancándole un gemido. Tenía una textura espeluznantemente suave. Aun así, cogió la carta. Estaba en francés, y si bien llevaba muchos años sin estudiar esa lengua, uno de los platos del desayuno parecía ser pajarillos asados en salsa de mierda. «Al menos eso suena a algo que los franceses serían capaces de comer», pensó con una carcajada ausente y lunática.

Cerró los ojos un instante y volvió a abrirlos.

Ahora la carta estaba en ruso.

Cerró los ojos y volvió a abrirlos.

Ahora la carta estaba en italiano.

Cerró los ojos y volvió a abrirlos.

Ahora no había ninguna carta, sino un grabado en el que un niño pequeño miraba horrorizado de reojo al lobo que acababa de comerse su pierna izquierda hasta la altura de la rodilla. El lobo tenía las orejas pegadas al cráneo y parecía un terrier con su juguete favorito.

«No estoy viendo eso», pensó Mike. Y por supuesto, estaba en lo cierto. Sin cerrar los ojos empezó a ver pulcros renglones de palabras escritas en inglés que formaban suculentas sugerencias para el desayuno. Huevos, gofres, frutas rojas. Nada de pajarillos asados en salsa de mierda. Pero aun así...

Se volvió y muy despacio salió del estrecho hueco que separaba la cama de la pared, un espacio que ahora se le antojaba angosto como una tumba. El corazón le latía con tal violencia que lo sentía en el cuello y en las muñecas además del pecho. Los ojos le palpitaban en las órbitas. Algo espantoso pasaba en la 1408, desde luego que sí, algo absolutamente sobrecogedor. Olin había comentado algo relacionado con gas tóxico, y así se sentía Mike, como si lo hubieran gaseado u obligado a fumar hierba muy potente mezclada con insecticida. Por supuesto, todo era obra de Olin, a buen seguro con la risueña ayuda del personal de seguridad. Había bombeado su gas tóxico especial por las rejillas de ventilación. Que no viera ninguna rejilla de ventilación no significaba que no existieran.

Mike miró a su alrededor con los ojos muy abiertos por el miedo. No había ninguna ciruela sobre la mesilla de noche izquierda, ni tampoco ningún platillo. La mesilla estaba desnuda. Se volvió y echó a andar hacia la puerta de la salita, pero de pronto se detuvo. Había un cuadro colgado de la pared. No estaba del todo seguro... a decir verdad, en su estado no estaba seguro ni de su nombre, pero tenía la impresión de que no estaba allí cuando entró. Era una naturaleza muerta en la que se veía una sola ciruela sobre un platillo de hojalata en el centro de una vieja mesa. La luz que iluminaba la ciruela y el plato era de un febril amarillo anaranjado.

«Luz de tango —pensó—. La clase de luz que hace a los muertos levantarse de sus tumbas y ponerse a bailar el tango. La clase de luz...»

—Tengo que salir de aquí —murmuró al tiempo que salía disparado del dormitorio.

Se dio cuenta de que sus zapatos empezaban a emitir extraños sonidos, como si el suelo se hubiera ablandado.

Los cuadros del salón volvían a estar ladeados, y se habían producido otros cambios. La dama de la escalera se había bajado el corpiño del vestido, dejando los pechos al descubierto y sosteniéndose uno con la mano. De cada pezón brotaba una gota de sangre. Miraba de hito en hito a Mike con una sonrisa feroz que mostraba una dentadura afilada de caníbal. Junto a la barandilla del velero, los marineros habían dado paso a una hilera de hombres y mujeres muy pálidos. El último hombre de la izquierda, el más cercano a la proa, llevaba un traje de lana marrón y sostenía un bombín en la mano. Tenía el cabello engominado sobre la frente y con raya en medio. Mike sabía su nombre. Era Kevin O'Malley, el primer ocupante de aquella habitación, un vendedor de máquinas de coser que había saltado por la ventana en octubre de 1910. A la derecha de O'Malley estaban las demás personas muertas en la habitación, todas ellas con la misma expresión vacua y petrificada pintada en los ojos. Aquella expresión les confería un aspecto similar, como si fueran miembros de la misma familia endogámica y profundamente retrasada.

En el cuadro donde antes estuviera la fruta, ahora se veía una cabeza humana cortada. Las mejillas hundidas, los labios flácidos, los ojos vidriosos y vueltos hacia arriba, y el cigarrillo encajado tras la oreja derecha irradiaban luz amarilla anaranjada.

Mike corrió hacia la puerta, los zapatos emitiendo aquel chapoteo y adheriéndose un poco a cada paso. Por supuesto, la puerta no se abría. La cadena no estaba puesta y el cerrojo descorrido apuntaba hacia arriba como un reloj que diera las seis, pero la puerta no se abría.

Con respiración rápida y entrecortada, Mike dio la espalda a la puerta y vadeó... esa era la sensación que le producía, por la habitación hasta el escritorio. Veía las cortinas de la ventana que había abierto agitarse indolentes, pero no percibía aire fresco en el rostro. Era como si la habitación lo engullera. Aún oía los cláxones en la Quinta Avenida, pero parecían llegar desde muy lejos. ¿Todavía se oía el saxo? En tal caso, la habitación le había arrebatado toda dulzura y melodía, dejando solo un sonido monótono y penetrante, como el viento soplando a través de un orificio en la garganta de un muerto o una botella llena de dedos amputados o...

«Basta», se ordenó a sí mismo, pero ya no podía hablar. El corazón le martilleaba a un ritmo vertiginoso. Si se le seguía acelerando el pulso, le estallaría en el pecho. La minigrabadora, compañera fiel en tantas «expediciones de campo», había desaparecido de su mano. La había dejado en alguna parte. Si la había dejado en el dormitorio, probablemente ya no estaría; la habitación se la habría tragado. Una vez digerida, quedaría insertada en uno de los cuadros.

Jadeando como un corredor al final de una larga carrera, Mike se llevó la mano al pecho como si con ello pretendiera tranquilizar su corazón desbocado. Lo que tocó en el bolsillo izquierdo de la llamativa camisa que llevaba era el contorno de la grabadora. El contacto de algo sólido y conocido lo apaciguó un poco, lo hizo volver un poco en sí. Se percató de que estaba tarareando algo... y de que la habitación le respondía con otro tarareo, como si tras el repugnantemente suave papel pintado se ocultaran cientos de bocas. Sentía tales náuseas que tenía la sensación de que su estómago se balanceaba en una suerte de hamaca grasienta. El aire le golpeaba los oídos en coágulos blandos y sofocantes como un caramelo de café con leche reblandecido.

Pero se había recobrado un poco, lo bastante para estar seguro de una cosa, y era de que debía pedir ayuda antes de que fuera demasiado tarde. Imaginarse a Olin esbozando una sonrisita desdeñosa (aunque en su estilo respetuoso de director de hotel neoyorquino) y diciéndole que «se lo había advertido» no lo molestaba, y la posibilidad de que el propio Olin hubiera inducido tan extrañas percepciones y ese temor cerval que sentía mediante sustancias químicas se había borrado de su mente. La responsable era la habitación. La maldita habitación.

Quería alargar el brazo hacia el anticuado teléfono, gemelo del que había en el dormitorio, y levantar el auricular, pero en cambio vio que su brazo descendía hacia la mesa en enloquecedora cámara lenta, tan parecido al brazo de un submarinista que casi esperaba verlo rodeado de burbujas.

Cerró los dedos en torno al auricular y lo levantó. La otra mano se extendió tan despacio como la primera y marcó el 0. Al llevarse el auricular al oído oyó una serie de chasquidos mientras el dial volvía a su posición original. Sonaba igual que La ruleta de la fortuna, ¿quiere hacerla girar o resolver el acertijo? Recuerda que si intenta resolver el acertijo y falla, será abandonado en la nieve junto a la autopista de Connecticut, donde los lobos lo devorarán.

No oyó ningún tono, sino una voz brusca que empezó a hablar sin más.

—¡Esto es el nueve! ¡El nueve! ¡Esto es el nueve! ¡El nueve! ¡Esto es el diez! ¡El diez! ¡Hemos matado a tus amigos! ¡Todos tus amigos han muerto! ¡Esto es el seis! ¡El seis!

Mike escuchaba con creciente espanto no por las palabras que pronunciaba la voz, sino por su tono rasposo y vacuo. No era una voz electrónica, pero tampoco humana. Era la voz de la habitación. La presencia que manaba de las paredes y del suelo, la presencia que le hablaba por teléfono, no se parecía en nada a ningún suceso espeluznante ni paranormal sobre el que hubiera leído jamás. Ahí había algo totalmente sobrenatural.

«No, aún no ha llegado, pero se acerca. Está hambriento, y tú eres su cena.»

El teléfono se le escurrió entre los dedos flojos y se volvió. El auricular se balanceaba al final del cable como su estómago dentro de su cuerpo, y seguía oyendo la voz ronca brotando de la negrura:

—¡Dieciocho! ¡Esto es el dieciocho! ¡Ponte a cubierto cuando suene la sirena! ¡Esto es el cuatro! ¡Cuatro!

Sin darse cuenta, cogió el cigarrillo que llevaba encajado detrás de la oreja, se lo puso entre los labios y sacó del bolsillo derecho de la camisa el sobre de cerillas con el portero de librea anticuada, ajeno al hecho de que, por primera vez en nueve años, acababa de decidir que iba a fumarse un pitillo.

Ante sus ojos, la habitación empezó a derretirse.

Se estaba saliendo de las líneas y los ángulos rectos, pero no para formar curvas, sino extraños arcos moriscos que dañaban los ojos. La araña de cristal que pendía del centro del techo empezó a desmoronarse como un enorme escupitajo. Los cuadros se curvaron como parabrisas de coches antiguos. Detrás del cristal que protegía el cuadro colgado junto a la puerta del dormitorio, la mujer de los años veinte con los pezones ensangrentados y la sonrisa de dientes afilados giró sobre sus talones y corrió escaleras arriba con los movimientos espasmódicos de una vampiresa de película muda. El teléfono seguía chirriando y escupiendo, la voz convertida ahora en la cacofonía de una maquinilla de afeitar eléctrica que hubiera aprendido a hablar.

—¡Cinco! ¡Esto es el cinco! ¡No hagas caso de la sirena! ¡Aunque salgas de la habitación, nunca podrás salir de la habitación! ¡Ocho! ¡Esto es el ocho!

La puerta del dormitorio y la que daba al pasillo se desmoronaron hacia abajo al tiempo que se ensanchaban en el centro para transformarse en portales para seres de contornos demoníacos. La luz se tornaba más brillante y ardiente, bañando la estancia en ese fulgor amarillo anaranjado. Veía desgarrones en el papel pintado, poros negros que se convertían rápidamente en bocas. El suelo se combó en un arco cóncavo, y de pronto lo oyó acercarse, el morador de la habitación detrás de la habitación, la cosa de la pared, el dueño del zumbido cacofónico.

—¡Seis! —chilló el teléfono—. ¡Seis, esto es el seis, el puto SEIS!

Bajó la mirada hacia el sobre de cerillas que tenía en la mano, el que había sacado del cenicero del dormitorio. El estrafalario portero, los coches antiguos con sus enormes parrillas cromadas... y unas palabras en la parte inferior que llevaba mucho tiempo sin ver porque ahora las fabricaban con la tira abrasiva al dorso.

CERRAR TAPA ANTES DE ENCENDER.

Sin pensar en lo que hacía, porque ya no podía pensar, Mike Enslin arrancó una cerilla y al mismo tiempo dejó caer el cigarrillo que tenía en la boca. Encendió la cerilla y tocó con ella toda las demás. Oyó el característico silbido susurrado, percibió un penetrante olor a azufre que le taladró la cabeza como una nube de sales olorosas y vio la brillante llama colectiva. Y de nuevo sin pensar, Mike se acercó la llama a la pechera de la camisa. Era una prenda barata fabricada en Corea, Camboya o Borneo, ya vieja, que prendió de inmediato. Antes de que el fuego ascendiera hasta sus ojos y emborronara aún más la habitación, Mike lo vio con claridad, como un hombre que despierta de una pesadilla y se da cuenta de que la pesadilla lo envuelve.

Tenía la mente despejada, pues el azufre y el calor repentino que desprendía la camisa lo habían arrancado del trance, pero la habitación conservaba su demencial aspecto morisco. «Morisco» no era la palabra adecuada, ni de lejos, pero era la única capaz de captar siquiera remotamente lo que había sucedido allí... lo que seguía sucediendo. Se hallaba en una cueva medio derretida y descompuesta de curvaturas e inclinaciones alucinantes. La puerta del dormitorio se había transformado en la puerta de una cámara sepulcral. A su izquierda, donde antes estuviera el cuadro de la fruta, la pared se abombaba hacia él, reventando en largas grietas en forma de bocas y dando paso a un mundo del que algo se aproximaba. Mike Enslin oía su aliento líquido, ávido, y olía algo vivo y peligroso, algo parecido a la casa de los felinos en el...

El fuego le quemó el mentón y desterró todo pensamiento. El calor que ascendía desde la camisa en llamas lo acercó de nuevo al mundo, y cuando percibió el olor a frito de su vello al arder, Mike corrió de nuevo por la alfombra combada hacia la puerta del pasillo. De la pared manaba un zumbido como de insecto. La luz amarilla anaranjada se intensificaba por momentos, como si una mano hiciera girar el dial de un reostato invisible. Pero esta vez, cuando alargó la mano e hizo girar el pomo de la puerta, esta se abrió. Era como si la cosa que acechaba tras la pared abombada no quisiera saber nada del hombre envuelto en llamas; tal vez no le gustaba la carne cocida. III Una famosa canción de los años cincuenta considera que el amor domina el mundo, pero con toda probabilidad, es la casualidad la que corta el bacalao. Rugus Dearborn, que aquella noche se alojaba en la habitación 1414, cerca de los ascensores, era un comercial de la empresa de máquinas de coser Singer y había viajado desde Texas para negociar su ascenso a un puesto de ejecutivo. Fue así como, unos noventa años después de que el primer ocupante de la 1408 se precipitara al vacío desde la ventana, otro vendedor de máquinas de coser salvó la vida del hombre que había acudido al hotel para escribir sobre la habitación supuestamente maldita. O quizá se trate de una afirmación exagerada; tal vez Mike Enslin se habría salvado aun cuando nadie, en especial un tipo que se dirigía al expendedor de hielo, hubiera estado en el pasillo en aquel preciso instante. Pero que tu camisa sea pasto de las llamas no es ninguna insignificancia, y a buen seguro habría sufrido quemaduras mucho más numerosas y graves de no ser por Dearborn, que pensó deprisa y actuó aún más rápido.

A decir verdad, Dearborn jamás llegó a recordar con exactitud qué ocurrió. Tejió un relato bastante coherente para los periódicos y las cámaras de televisión (la idea de convertirse en un héroe le gustaba mucho y, desde luego, resultó beneficiosa para sus aspiraciones profesionales) y recordaba con toda claridad haber visto un hombre en llamas salir de estampida al pasillo, pero a partir de ese instante todo era confuso. Pensar en ello era como intentar reconstruir los hechos acaecidos durante la borrachera más espectacular de tu vida.

De una cosa sí estaba seguro, aunque no se la contó a ningún periodista, porque carecía de sentido. Los gritos del hombre en llamas parecían aumentar de intensidad, como si fuera un equipo de música al que le estuvieran subiendo el volumen. Estaba allí, delante de Dearborn, y el timbre del grito no cambió en ningún momento, pero sí el volumen, como si aquel hombre fuera un objeto increíblemente ruidoso que acabara de llegar allí.

Dearborn corrió por el pasillo con el cubo lleno de hielo en la mano. El hombre en llamas («solo ardía su camisa, lo advertí enseguida», según relató a los periodistas) chocó contra la puerta de enfrente, rebotó, se tambaleó y cayó de rodillas. Fue entonces cuando Deaborn llegó junto a él. Apoyó el pie en el hombro quemado de la camisa para tenderlo sobre la moqueta del pasillo y vertió el contenido del cubo sobre su cuerpo.

Aquellos detalles permanecían borrosos en su memoria, pero aún los recordaba. Se percató de que la camisa en llamas parecía despedir demasiada luz, una intensa luz amarilla anaranjada que le recordó un viaje a Australia que había hecho con su hermano dos años antes. Habían alquilado un cuatro por cuatro para adentrarse en el Gran Desierto australiano (los escasos nativos lo llamaban el Gran Cabrón australiano, según descubrieron los hermanos Dearborn), un viaje alucinante, genial, pero algo sobrecogedor. Sobre todo ese peñasco en el medio, Ayers Rock. Habían llegado allí a la puesta de sol, y la luz que se reflejaba en sus caras humanoides era como aquella... ardiente y extraña... tan distinta a lo que uno describiría como luz natural...

Se dejó caer junto al hombre en llamas, convertido ahora en el hombre humeante, el hombre cubierto de cubitos de hielo, y le dio la vuelta para sofocar las llamas que lamían la espalda de la camisa. Fue entonces cuando comprobó que la piel del lado izquierdo de su cuello había adquirido un matiz rojo, burbujeante y humeante, y que el lóbulo de su oreja se había derretido en parte, pero por lo demás... por lo demás...

Dearborn alzó la mirada y tuvo la impresión... era una locura, pero tuvo la impresión de que la puerta de la habitación de la que acababa de salir el hombre estaba bañada en la luz ardiente de una puesta de sol australiana, la luz abrasadora de un lugar desierto donde podían morar cosas que ningún ser humano había visto. Era una luz espeluznante, al igual que el zumbido grave, como una tijera eléctrica intentando hablar a toda costa, pero también resultaba fascinante. Se sentía arrastrado hacia ella, deseoso de averiguar qué ocultaba.

Tal vez Mike salvara a su vez la vida de Dearborn. Desde luego, advirtió que Dearborn se erguía, como si Mike ya no le interesara, y que su rostro estaba bañado en el fulgor palpitante de la luz procedente de la 1408. Más tarde recordaría aquel detalle mejor que el propio Dearborn, pero por supuesto, Rufe Dearborn no se había visto obligado a inmolarse para salvar el pellejo.

Mike agarró el dobladillo de los pantalones de Dearborn.

—No entre allí—advirtió con voz ronca por el humo—. Si entra no volverá a salir.

Dearborn se detuvo y contempló el rostro enrojecido y surcado de ampollas del hombre tendido sobre la moqueta.

—Está maldita —prosiguió Mike.

Y como si aquellas palabras fueran un talismán, la puerta de la 1408 se cerró de golpe, borrando la luz y ese terrible zumbido que casi parecía un lenguaje.

Rufus Dearborn, uno de los empleados más destacados de Máquinas de Coser Singer, corrió hacia los ascensores y activó la alarma de incendios. IV Hay una fotografía interesante de Mike Enslin en Tratamiento de quemados: Enfoque diagnóstico, cuya decimosexta edición apareció unos dieciséis meses después de la breve estancia de Mike en la habitación 1408 del hotel Dolphin. La imagen muestra tan solo su torso, pero es Mike, sin lugar a dudas. Se sabe por el cuadrado blanco situado en el lado izquierdo de su pecho. La piel que lo rodea es de color rojo intenso, con ampollas correspondientes a quemaduras de segundo grado en algunos puntos. El cuadrado blanco marca el bolsillo izquierdo de la camisa que llevaba aquella noche, la camisa de la suerte en cuyo bolsillo llevaba la minigrabadora.

La minigrabadora se derritió un poco en las esquinas, pero aún funciona, y la cinta que contenía sigue intacta. Lo que no está nada bien es la grabación en sí. Tras escucharla tres o cuatro veces, el agente de Mike, Sam Farrell, la guardó en su caja fuerte, intentando hacer caso omiso de la piel de gallina que cubría sus brazos escuálidos y bronceados. Farrell no siente ningún deseo de sacarla de allí y ponerla de nuevo ni para él, ni para sus amigos curiosos, algunos de los cuales matarían sin dudarlo por oírla. El mundo editorial de Nueva York es una comunidad reducida, y los rumores se propagan con rapidez.

No le gusta la voz de Mike en la cinta, no le gusta las cosas que dice («En realidad, mi hermano fue devorado por los lobos un invierno en la autopista de Connecticut...» ¿Qué coño significa eso?), y sobre todo, no le gustan los sonidos de fondo que se oyen, una especie de susurro gorgoteante que a veces suena a ropa dando vueltas en una lavadora con demasiado detergente y a veces como esas viejas maquinillas eléctricas para cortar el pelo... y a veces como una voz.

Mientras Mike seguía ingresado en el hospital, un hombre llamado Olin, el director del puto hotel, por el amor de Dios, fue a pedir a Sam Farrell que le dejara escuchar la cinta. Farrell respondió que ni hablar, que hiciera el favor de largarse con viento fresco y de camino al tugurio donde trabajaba diera gracias a Dios por que Mike Enslin hubiera decidido no demandar ni al hotel ni a Olin por negligencia.

—Intenté convencerlo de que no entrara —murmuró Olin.

Como hombre que pasaba la mayor parte de la jornada laboral escuchando las quejas de viajeros cansados y clientes irascibles sobre todo lo humano y lo divino, desde las habitaciones hasta la selección de revistas en el quiosco, no se inmutó ante el enojo de Farrell.

—Hice cuanto estaba en mi mano. Si alguien pecó de negligencia aquella noche, señor Farrell, fue su cliente. No creía en nada. Una conducta muy insensata. Muy peligrosa. Tengo la sensación de que cambiará de actitud al respecto.

A pesar de la repugnancia que le causa la cinta, a Farrell le gustaría que Mike la escuchara, la validara, tal vez la utilizara como base para el lanzamiento de un nuevo libro. La peripecia de Mike da para un libro, Farrell lo sabe. No solo un capítulo ni un relato de cuarenta páginas, sino un libro entero, un libro capaz de vender más ejemplares que los tres libros de la serie Diez noches juntos. Y, por supuesto, no cree la afirmación de Mike, según la cual no solo ha dejado de escribir cuentos de fantasmas, sino de escribir en general. Los escritores dicen eso de vez en cuando. Los arrebatos ocasionales de prima donna forman parte de la esencia de un escritor.

En cuanto a Mike Enslin, ha tenido suerte dadas las circunstancias y lo sabe. Podría haber sufrido quemaduras mucho más graves. De no ser por el señor Dearborn y su cubo de hielo, podría haber acabado con veinte o treinta injertos de piel en lugar de solo cuatro. Aún tiene cicatrices en el cuello a pesar de los injertos, pero los médicos del Instituto de Quemados de Boston le aseguran que se irán desvaneciendo por sí solas. También sabe que las quemaduras, pese a dolerle mucho las primeras semanas y meses, fueron ineludibles. De no ser por las cerillas con las PALABRAS CERRAR TAPA ANTES DE ENCENDER escritas en la parte anterior, habría muerto en la 1408, y su final habría sido horripilante. Un forense tal vez habría dictaminado una embolia o un infarto, pero la causa real de la muerte habría sido mucho peor.

Muchísimo peor.

Asimismo, es afortunado por haber publicado tres libros de éxito sobre fantasmas y lugares encantados antes de topar con un lugar encantado de verdad, y también lo sabe. Puede que Sam Farrell no se crea que la carrera de Mike como escritor ha tocado a su fin, pero da igual, porque Mike está convencido por los dos. No es capaz ni de escribir una postal sin estremecerse de pies a cabeza y sentir unas profundas náuseas. En ocasiones, el mero hecho de ver un bolígrafo (o una grabadora) le hace pensar «Los cuadros estaban torcidos. Intenté enderezar los cuadros». No sabe qué significa esa idea. No recuerda los cuadros ni ninguna otra cosa de la 1408, y se alegra. Es una bendición. Últimamente anda mal de la tensión (los médicos le han comentado que las víctimas de quemaduras a menudo desarrollan problemas de hipertensión y lo medican), tampoco está bien de la vista (el oftalmólogo le ha recomendado empezar a tomar medicación también para eso), a menudo le duele la espalda, tiene la próstata engrosada... pero puede convivir con todas esas molestias. Sabe que no es la primera persona en escapar de la 1408 sin escapar en realidad, pues Olin intentó decírselo, pero no es el fin del mundo. Al menos no recuerda nada. A veces tiene pesadillas, a menudo, de hecho... casi cada puta noche, pero casi nunca las recuerda al despertar. Todo queda en una sensación de contornos redondeados, como las esquinas derretidas de su minigrabadora. Ahora vive en Long Island, y cuando el tiempo lo permite da largos paseos por la playa. Lo más que se ha acercado a articular lo que recuerda acerca de los setenta y tantos extraños minutos pasados en la 1408 fue durante uno de esos paseos.

—Nunca ha sido humano —murmuró en voz quebrada—. Los fantasmas... Los fantasmas al menos fueron humanos alguna vez. Pero aquella cosa de la pared... Aquella cosa...

Puede que con el tiempo mejore, es lo que le cabe esperar y lo espera. Puede que el tiempo lo disipe, como se disiparán las cicatrices de su cuello. Pero entretanto duerme con la luz del dormitorio encendida, para saber de inmediato dónde está cuando despierta de la pesadilla. Ha quitado todos los teléfonos de la casa. En algún lugar justo debajo del último confín que abarca su mente consciente, tiene miedo de que al descolgar el auricular, un zumbido inhumano le grite:

—¡Esto es el nueve! ¡Nueve! ¡Hemos matado a tus amigos! ¡Todos tus amigos están muertos!

Y cuando el sol se pone en las tardes despejadas, corre todas las cortinas y baja todas las persianas de la casa, y se sienta como en un cuarto oscuro hasta que el reloj le indica que la luz, hasta el último destello en el horizonte, se ha apagado sin asomo de duda. No soporta la luz del atardecer.

Ese amarillo anaranjado, tan parecido a la luz del desierto australiano.




FIN

 
 
 

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