Que la muerte te sea leve. (cap )
- Andy Vaam
- 23 jul 2015
- 14 Min. de lectura
Majadahonda.

Un pinchazo fuerte sacó a Konto del profundo sueño que abrumaba su mente felina. Lo primero que vio nada más abrir los ojos fue a un humano que lo contemplaba con el rostro desencajado, no daba crédito a lo que veía. Un león que provenía de uno de los epicentros de la epidemia que desolaba el mundo entero había sobrevivido a la vorágine de violencia y aberrantes contradicciones de la madre naturaleza. Su bata blanca estaba impregnada de motas rojas de sangre, lo cual enturbiaría los apacibles pensamientos de cualquier persona que hubiese leído aquellos experimentos, en caso de que hubiese continuado existiendo la prensa. Konto se desplazaba en el interior de la reducida celda que le habían preparado. No sabía dónde se encontraba. Los barrotes estaban constituidos del mismo material que los de la furgoneta de Ethan, o los de la antigua prisión de la reserva, pero había algo descorazonador en el ambiente; Ya no se veía el cielo azul, ni los rayos del sol ofreciendo una cálida sensación vivificante de naturaleza. Konto no veía árboles, no sentía el paso del viento cálido de la sabana arrojándose sobre su mortificado cuerpo. El horizonte se había transformado en sólida e inquebrantable pared. Lo único que había prevalecido a su alrededor eran los animales. La sala estaba atestada de jaulas en cuyo interior se hallaban animales de todas las especies. Los médicos esperaban hallar la cura a la plaga del siglo XXI que casi había erradicado la especie humana en aquellos animales supervivientes. El lugar en el que se encontraba era lúgubre y tosco, como si se hallase en un almacén o la buhardilla de una desvencijada casa. El anciano león centró su mirada en el centro de la sala, donde se habían arremolinado un puñado de dicharacheros humanos que discutían enfebrecidos sobre un tema que ignoraba. Parecía que todos señalasen a un animal distinto. ¿Estarían condenándolo a un futuro sin expectativas alentadoras para él? Mientras ellos dirimían sus conflictos, otro humano ataviado con un mono azul arrastraba un par de cubos y se detenía en cada jaula. En unas ocasiones escudriñaba la oquedad de uno de los cubos medio vacío y sacaba una pala rebosante de pienso, y en otras adentraba la mano en el otro cubo y sacaba un chuletón de carne fresca. Sin embargo, cuando se detuvo delante de la jaula de Konto los médicos le alertaron de que no debía darle de comer. El león intentó colarse por las rejas de la jaula para poder obtener ese preciado sustento. Las tripas le rugían como la atronadora estampida de una manada de ñus y aquellos engreídos y fanfarrones seres decidían no hacer nada, y lo que era peor, no dejarle saciarse por su propia cuenta.
Estaba anocheciendo, y la luz del interior de la sala se desvanecía ante la inminente caída del día cuando de repente unos pasos estremecedores inundaron la sala donde pernoctaban los animales. La tranquilidad dio paso a la agitación. Los animales estaban exacerbados y le transmitieron la inquietud a Konto, el cual no comprendía a qué venía tanto alboroto. La puerta se abrió y una luz reverberó toda la sala la cual enmudeció ante la presencia de aquel humano. Llevaba un traje estrambótico que le daba una apariencia aterradoramente macabra. En una mano sostenía una jeringuilla con un líquido viscoso en su interior. A cada paso que daba por la sala el titilante resonar de las jaulas se hacía eco y daba la sensación de alivio allí por dónde la indiferencia del humano se hacía latente. Al llegar a la jaula de Konto, el humano se detuvo y el vetusto león entreabrió los ojos con estupor. Su cuerpo instintivamente comenzó a retroceder para prepararse para una huida sin precedentes, pero se topó con un impedimento físico que le constreñía cada vez que su mente se transportaba a otro lugar alejado de aquellos barrotes; La jaula. Tendría que enfrentarse a la inyección inminente que se aproximaba en dirección no solo a su cuerpo, sino también a su futuro más próximo. Sin embargo, aquel humano decidió aferrar al extremo de un cachivache aquella jeringuilla y clavarla como un arpón al indefenso animal. Había caído en las nefastas garras de la ciencia y el progreso, y jamás podría escapar de ellas indemne.
Una intrépida ráfaga de viento que se había filtrado por algún ventanal y se había escabullido por los lugares más recónditos de aquel complejo científico llegó hasta el hocico de Konto, atravesándole los pulmones y anegando su cuerpo de una sensación espontánea de júbilo. Sus ojos se abrieron como un resorte, de repente la abominable imagen de aquel humano esgrimiendo una jeringuilla se antepuso a cualquier pensamiento mundano. Observó la habitación, nada había cambiado; El orangután de la jaula de al lado se hallaba ensimismado en sus cavilaciones, con la barbilla apoyada en su mortificado brazo entreabría ligeramente los ojos e inhalaba una bocanada de aire que aliviaba la congoja de su corazón. Al otro lado, un lobo revoloteaba en su jaula y, como en la leyenda, esperaba a que la magnificente luna descendiese de las constelaciones y jugase con su amante. Aquello no ocurriría, pues sus tejemanejes le habían empujado a quedar aislado de ella sin la posibilidad de contemplarla, de observar su amarillenta luz y anegar su alma de la armoniosa calidez que anestesiaría todo su cuerpo.

Konto intentó enderezarse y erguir sus desdichadas piernas, pero apenas había alzado su cuerpo unos palmos del suelo cuando sus patas cedieron y le fallaron. Se encontraba muy débil. Le habían succionado toda la vitalidad que residía en él. Apenas se había adaptado a sus nuevas condiciones de habitabilidad y ya estaba sufriendo los estragos de una vida alejada de peligros, pero que comportaba más dolor del que pudiera encontrarse en el exterior. Como si de una película de miedo se tratase, un aterrador gruñido llenó la sala de pavor. El chillido provenía de fuera de la instancia. Los animales salieron de sus estados de ensoñación en aras de comprobar que algo malicioso se había desatado en el complejo. Una ensordecedora campana empezó a repiquetear allá afuera, donde el sol aún calentaba a quien decidiese arriesgar su vida. El estrépito subsiguiente que causó tal advertencia sumió la sala de los animales en un caos propio de un cuadro de El Bosco. Un caballo que se encontraba en una improvisada parcela vallada empezó a corcovear, y de una coz derribó los muros tanto físicos como psicológicos que lo anclaban a aquel truculento lugar. Al liberarse, el animal se desbocó debido al alboroto que provocaban todos esos animales enfurecidos. En una de las acometidas del caballo se topó con un armarillo lleno de botes que contenía líquidos sospechosos. Sus briosas arremetidas contra aquel destartalado mueble se volvieron en su contra, ya que una de las patas que lo sostenía se resquebrajó, cediendo y cayendo sobre él. El cristal estalló contra el cuerpo del animal, originándole unos buenos cortes que comenzaron a sangrar a borbotones. Sin embargo, esa era la menor preocupación que debía consternarle, pues un líquido viscoso empezó a gorgotearle y a reconcomerle parte de la carne sobre la que se encontraba. Aquel caballo bramaba como si estuviesen devorándolo vivo. Konto vislumbraba una escena que le era familiar. Nunca antes había visto un caballo, más la sensación de familiaridad con la escena no radicaba en ello, sino más bien en la perturbadora sombra que rodeaba al caballo. Esa sombra que había visto varias veces persiguiéndole a través de un bosque frondoso lleno de recovecos escabrosos y engañosas trampas. La muerte una vez más, contemplaba una escena que le resultaba atractiva, en un diferente escenario pero con un invitado que ya le era conocido; El león.
El orangután estaba intentando escapar de su jaula. La escena le había ocasionado un varapalo tremebundo del que no se había recuperado, pues el cuerpo aún se hallaba descomponiéndose en el suelo de aquel lugar. Es por ello que decidió tomar las riendas de su propio destino y granjearse un futuro alejado de aquellos muros. Una imponente figura entró en la sala con el rostro compungido. La bata blanca era un lienzo rebosante de sangre. En una mano blandía una palanca, mientras que en la otra sostenía una bolsa llena de bultos, por lo cual se sobreentendía que estaba repleta de utensilios. Nada más entrar lanzó una indiscreta mirada sobre todos aquellos animales. La consternación se veía reflejada en sus ojos. Unas lágrimas se abrieron camino por un rostro salpicado por una sustancia más viscosa y ennegrecida que la sangre. De repente su estado meditabundo se dispersó como la bruma ante una ráfaga de viento, y reaccionó ante la barahúnda que provenía del pasillo y amenazaba con irrumpir en la sala. Iba a echar mano del único mueble del que tenía constancia cuando vio el cadáver del caballo con las entrañas desparramadas por el suelo y las tripas corroídas. La única opción que le quedaba era echar la llave y confiar en que fuese los suficientemente fuerte como para aguantar los envites de la longeva muerte. El humano se había arrebujado en el rincón más oscuro de la sala con la vana esperanza de pasar desapercibido. Aferraba la palanca con fuerza hasta tal extremo que empezó a temblarle el pulso. Superados por la situación, aquellos animales subyugados por una raza animal superior e inteligente, no se percataban de lo que sucedía, tan solo anhelaban salir de ese enclaustramiento coercitivo y regresar a su tierra en la que eran los reyes.
La luna se encontraba en su cénit, pero la inmensa mayoría de inquilinos de la habitación estaban despiertos menos el humano, que dormitaba en posición fetal en una esquina. Un estruendo poderoso interrumpió el sueño ligero del mismo, el cual se sentía observado por decenas de ojos que no le apartaban la mirada en ningún momento esperando una respuesta que los salvase a todos. Aquel humano, el cual creía que el ruido había sido producto de su imaginación, volvió a entrecerrar los ojos. Pero la realidad espeluznante de aquella situación se topó nuevamente con él. –PUM--…Mientras se encaminaba hacia la puerta no paraba de pensar en lo que podría encontrarse al otro lado. Un cuerpo ensangrentado, enjuto y desgarbado, con la ropa embadurnada en sangre y hecha jirones, la cabeza agujereada y golpeada surcada por infinidad de moléculas de sangre. Con los ojos desorbitados y la boca abierta esperando morder algo tierno. Por nada del mundo permitiría que entrase en su habitáculo. Al llegar a la puerta pronunció las palabras más perspicaces que se le ocurrieron – ¿Quién es?—Su voz vaciló por un momento, y se ahogó en un mar de dudas y exasperación ante la falta de respuesta. En seguida, escuchó una voz que le resultaba familiar. Era apagada y muy tenue, pero la reconoció de inmediato. Lucía, una veterinaria que había acudido a aquel laboratorio nada más estallar la epidemia que erradicaría la raza humana de la faz de la tierra. La habían aceptado por la simple razón de que la necesitarían para sus futuras investigaciones.

El pomo de la puerta estaba resbaladizo, pero sus manos pegajosas contrarrestaron tal efecto. Al abrir la puerta Lucía se desplomó ante sus pies. Tenía la garganta desgarrada, y el cuello empapado de sangre. La sonrisa de la cara se le borró, la displicencia volvió a sumirlo en un deplorable estado anímico. Se agachó para meter a su compañera dentro de su refugio, antes de lo cual se aseguró de que no estuviese deambulando ninguna presencia non grata. Un par de figuras raquíticas que vestían una indumentaria cotidiana acudían atropelladamente hacia su plato favorito de comida. A horcajadas, el humano amarró a su compañera de los pies y la introdujo en la sala. Se aseguró de cerrar la puerta, pero la primera acometida de aquellos seres fue demoledora. La puerta no resistiría unos envites tan contundentes como aquellos. No tenía más armas que sus manos desnudas y…SU PALANCA…fue a por ella, sin embargo interponiéndose entre su seguro de vida y él se encontraba Lucía, su amiga. Los ojos le chorreaban sangre, pero no se habían tornado espectrales como los de aquellos seres. Aún chisporroteaba algo de vida y conciencia en su interior. Se abalanzó sobre ella precaviendo su inminente desfallecimiento. Al acercarse el hedor era particularmente nauseabundo, se había cagado encima. El esfínter es de lo primero en fallar cuando la situación se torna apabullantemente trágica. La muerte canturreaba a su oído una tonadilla esperpéntica y su reacción había sido la más normal. La guadaña afilada cercena almas y no crea héroes. Ella quería hablar, pero un galimatías de onomatopeyas fue lo máximo que consiguió. Ante lo cual el humano tuvo una circunspecta idea. Buscó por doquier un cuadernillo y un boli. Algo fácil de encontrar en un laboratorio. Llevó a su compañera a un sitio más tranquilo, alejado de los animales que disparaban enfebrecidos chillidos cada vez que se movían. Ella cogió el boli e intentó escribir, pero se le escapaba entre sus inconsistentes dedos. El humano le sostuvo la mano para que pudiese realizar bien los trazos. –HUYE…SALVA A LOS ANIMALES, LIBÉRALOS ANTES DE ABANDONARLOS…SE LO DEBEMOS…DESPUÉS…MÁTAME…-- El último suspiro de la veterinaria dejó atónito al humano. Sus esfuerzos por mantener la situación controlada habían sido en vano. Unas lágrimas amenazaban con escaparse de la cárcel que comportaban sus ojos. Empleó la manga sucia y ensangrentada de su camisa para enjugárselas y se recompuso. No podía flaquear en los momentos más determinantes de toda su vida. Estaba indeciso, no sabía si liberar a los animales significaría salvarles la vida, pues la salida estaba bloqueada y no podrían salir de aquel lugar sin enfrentarse a aquellos seres. Se estaba congregando en la puerta un número considerable de manos que golpeaban la puerta y causaban un ruido atronador. La puerta de constitución endeble empezaba a ceder, se vendría abajo en poco tiempo. Tenía que tomar una decisión. De repente, una idea abordó su mente como un relámpago que horada las nubes más bajas del cielo. Necesitaría de la ayuda de los animales encerrados para salvar la suya propia. Su egoísmo e hipocresía aprovechándose de ellos creyendo que así les salvaba la vida no era más que una remanencia, una rememoración del por qué se hallaba la humanidad en aquella encrucijada. Liberaría la jaula del lobo, del orangután, del chimpancé, del gorila, del guepardo, de la hiena y del león. Todos se confrontarían a la horda del exterior para poder escapar. Alguno quedaría con vida, pero se encargaría el humano. Al estar las jaulas unas pegadas a las otras, y al ser muy altas podría subirse a ellas y abrirlas desde arriba para no correr peligro. Las palabras de la veterinaria habían sido tergiversadas bajo pensamientos diabólicos, pero la supervivencia no era algo agradable sino más bien sórdido y, lo peor de todo, necesario. El resto de animales tendrían que quedarse encerrados en sus jaulas hasta morir de inanición…Eran daños colaterales.
Konto miró hacia arriba. Allí se encontraba en cuclillas la arrogancia personificada. Algunas jaulas tenían su correspondiente llave metida en la cerradura, esperando a ser girada para cumplir su cometido. La de Konto también tenía la llave metida. Sus tripas le rugían con voracidad, llevaba más de 1 día entero sin comer y el olor del humano era muy suculento. Pero un picotazo demoledor en sus patas le hacía replantearse el saltar para intentar darle alcance. Estaba tumbado con el hocico sobresaliéndole de la jaula mientras el barullo de la sala era insoportable. Algo iba a entrar allí, Konto lo sabía pero no se inquietaba, ya estaba acostumbrado a contemplar la muerte a través de unos barrotes resistentes.
La puerta cedió, y mientras los animales se acurrucaban en sus jaulas de pavor, el humano se apresuraba a abrir las jaulas indicadas en sus maquiavélicos planes. Aquellos seres entraron renqueando y la gran mayoría se trastabillaron con el caballo que había cerca de la entrada. Konto arrugó su hocico ante el olor a putrefacción que inundó la sala acompañando a la marea jaleosa de aquellos seres. Cada animal cumplió las expectativas que había trazado el humano. El gorila de espalda plateada que provenía de la misma región que Konto, se abalanzó sobre el primero de esos seres, arrancándole los brazos y aplastándole el cráneo con sus portentosas manos. Un par de zombis acorralaron a la hiena, la cual no había salido de la jaula, y al ser la que se encontraba más próxima a la entrada sufriría las consecuencias de su cobarde comportamiento. Sus fauces eran muy poderosas, pero aquellos seres la despedazaron mientras intentaba mordisquearle la mano al primero que intentó aferrarle el cuello. El guepardo y el lobo salieron escopeteados del lugar, y el chimpancé se encaramó a una de las vigas del techo y se quedó contemplando pusilánime lo que acontecía.

El orangután iba a seguir los pasos del chimpancé, le había parecido buena idea e iba a imitarla, pero también era algo anciano y sus torpes movimientos no eludieron las garras de la muerte, las cuales le mordieron un tobillo descuidado y acabaron con él en el suelo entumecido y observando el rostro de su compañero de fatigas, de su igual genéticamente. Alzó su brazo en busca de compasión de su compañero. Pero éste estaba aturullado y no estaba dispuesto a ayudar a su compañero arriesgando su vida por consiguiente. Konto miraba hacia todos lados, había salido de la jaula y el infierno se había desatado a su alrededor. Había humanos desarticulados por todas partes, el gorila estaba causando estragos serios en el contingente. Sin embargo aún quedaban varios. En la jaula de la hiena se hallaban dos de esos seres encerrados, pues el humano había cerrado la jaula en un astuto movimiento estratégico de fichas. Uno de los que aún devoraban con ambrosía el cadáver del orangután fijó su atención en Konto. Había algo diabólico en su mirada. Su ojo estaba enrojecido por completo, y su rostro estaba ensangrentado. Konto solo tenía una posibilidad, huir. Una sensación espinosa recorrió su espalda, provocándole una reacción prudente de huida. Los leones no eran necios botarates, sabían cuando retirarse si se veían superados. El gorila también se encaminaba hacia la salida, algo que Konto no esperaba. A la altura de su hocico entrevió un robusto brazo negro que se acercaba peligrosamente hacia él. Unos musculosos brazos arremetieron contra el león cerca de la salida, desmadejándole y empujándole hacia la jaula en donde se hallaban los dos seres encerrados. Konto perdió momentáneamente la conciencia, pues la caída había sido vertiginosa. El gorila huyó pavoroso por la puerta, y no miró siquiera el desastre de sus acciones. Aún quedaban dos seres devorando el cuerpo del orangután. Konto notó unas uñas que le acariciaban el lomo. Al recobrar parcialmente la conciencia, vio al humano blandiendo un objeto desconocido para él en la mano y asestándole un golpe mortal a uno de esos seres, mientras el otro se abalanzaba sobre él, mordiéndole el hombre derecho. Konto se levantó y avanzó tambaleándose hacia la salida. Su salvación estaba cerca…
El pasillo blanquecino se veía ensombrecido por una luz que se encendía y apagaba, ofreciendo una inseguridad terrorífica. Konto empezaba a ver borroso, necesitaba comer algo o moriría. El gorila había dejado sus huellas de sangre por todo el pasillo y la mente del león decidió seguirlas en busca de una salida. Las huellas se intensificaron a medida que el león avanzaba, y a su vez la distancia entre las mismas era menor. Si estaba aminorando la marcha y perdiendo tanta sangre seguramente estuviese herido. Konto olió los restos de sangre. Estaba fresca, y sabía que una herida había originado susodichos regueros. Al llegar a una habitación, Konto se encontró el cuerpo del gorila apoyado contra la pared, con el rostro consternado. Se quedó en la puerta esperando la muerte del moribundo gorila cuando un sonido aparatoso proveniente del interior se hizo latente en todo el edificio. En ese momento una figura apareció en el campo de visión del león, propinándole una irrisoria sensación de abatimiento. El gorila levantó un brazo, sabía cuál iba a ser su final. El ser se arrodillo sobre el mismo y empezó a devorarlo. Konto se aproximó sibilino hacia su rival de comilona. Estaba distraído con el suculento gorila, con lo cual tenía desprotegido el cuello. Empleó sus fuertes mandíbulas para morderle y empezó a zarandearlo como si de un muñeco se tratase. Le arrancó la cabeza del cuerpo y la dejó caer sobre su regazo, pero aún conservaba vida la cabeza. No supondría ningún inconveniente para él, así que Konto se puso a ingerir bocados del cuerpo inerte del gorila. Una vez había comido, solo tenía que encontrar la salida y huir.
De repente una sombra pasó corriendo por el pasillo. Konto se intranquilizó, pues estaba en un espacio cerrado y si uno de esos seres se percataba de su presencia la única salida del lugar quedaría taponada. Comenzó a correr como alma que lleva el diablo, así no le pillarían desprevenido. Al encaminarse hacia el pasillo el león pudo apreciar gotas de sangre ininterrumpidas en el suelo del pasillo, y al fondo del mismo el humano del laboratorio intentando abrir una puerta con una luz verde y unas palabras arriba. Al abrir la puerta, la luz de la luna llena irradió todo el pasillo, y a Konto se le erizó el vello al ver por fin su ambicionada libertad. Un sonido gutural detrás de su espalda resonó en toda la instancia, y al girarse vio a 3 seres yendo apresurados en su dirección. El león, con el estómago lleno inició la carrera para su salvación. Nada le impediría escapar del lugar. El humano consiguió salir, pero la puerta empezó a cerrarse a una velocidad peligrosamente rápida. Konto sacó fuerzas de flaqueza, y alcanzó una velocidad inusitada en él. Consiguió llegar…El humano estaba tumbado en el césped que había a pocos pasos de la puerta de salida de emergencia. De la boca le manaba una cantidad de sangre muy cuantiosa. Se acercó a él, y puesto que no representaba ningún peligro, se compadeció y dio media vuelta dejándole en sus últimos estertores de vida. Konto ya estaba en libertad.

Proximo capitulo:
La Redención de la Humanidad
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